Un pequeño mareo, en un día común y corriente. El calor era natural pero sentía un frío eléctrico que recorría mi espalda desde la nuca hasta el coxis. Un nudo en la garganta acompañaba el malestar estomacal y no encontraba la razón de aquello. No tenía hambre a pesar de ser hora de almuerzo. El gris de la ropa se hacía intenso, los colores se había esfumado de un momento a otro. El aroma primaveral se había transformado en un recuerdo alejado y el smog tomaba más fuerza en la medida que miraba el reloj con angustia. La hora se había estancado, como aquel charco turbio de agua paralizada, que había sobrevivido al ajetreo peatonal de la vereda. Sentía que todo el mundo me miraba, que las palomas no se acercaban al oler mi presencia perturbada. Las ojeras se hacían profundas en la medida que iba consumiendo un cigarrillo tras otro. Estaba ahí, a unos pasos de colgar un dolor para cambiarlo por otro. Era un momento tenso, desgarrador del alma, donde los principios sobran y los finales se acercan. Tenía tantas cosas en la mente que si pudiera recordar alguna, sería la nada misma. Aquella sensación de tener la mente en blanco, las manos mojadas de tanto apretarlas, los ojos cansados de tanto mirar un punto, la vista perdida como si un fantasma me hubiese robado por horas la esencia. Decidí entrar, acompañando mis pasos solitarios con valentía, pero en el fondo con una incertidumbre que demuele al coraje. Aquellas paredes blancas, el suelo claro, las batas marfiles con zapatos ad hoc. Salas especiales de luces focalizadas, un olor especial que no tiene nada de agradable. La voz del llanto estaba plasmada en el lugar, al cuál estaba ingresando. El corazón acelerado a mas no poder, sintiendo que iban a explotar mis oídos. Las piernas temblaban y por un momento creí que me desvanecería. Estaba ahí, sin nadie que pudiera comprender mis sentimientos. Afrontando una realidad que no busqué, pero que finalmente es. Escuche mi nombre de la boca de un mujer que apenas podía mirarme a los ojos. Era como si no quisiese que tuviéramos un poco de familiaridad, en momentos donde necesitaba todo el apoyo del mundo. Si tan solo me hubiera sonreído, habría calmado en parte mi debilidad, mi inquietud. Me levanté y acompañe a la mujer a una pieza. Me dijo que me desvistiera y que esperara en la sala contigua. Le hice caso, me desvestí, dejando mi ropa, mi pudor de lado y parte de mi inocencia. Mientras me dirigía a la sala contigua, pasaban en mi mente los mas diversos momentos, hasta que puse la mano sobre mi vientre y sentí un pataleo incesante. Mi cuerpo reaccionaba, paralizando mis piernas, la piel erizada como nunca antes y el corazón latía doble. Salí del cuerpo y me vi, a través del espejo desnuda en una sala blanca que ansiaba tenerme. No me reconocía en ese cuerpo de mujer, con las caderas ensanchadas y los pechos robustos. Con toda la carga de una mochila a mis espaldas, con los prejuicios de un círculo que comenta parte de lo que soy, como si viviesen de lo que hice.
Volví a estar en mi cuerpo, sentí el dolor del pinchazo que dejaba mi brazo estirado. Estaba recostada en una camilla incómoda, con una bata verde y áspera, ante un grupo de extraños que parecían no inmutarse y que al parecer comentaban del almuerzo que habían tenido.
Empecé a perder el conocimiento, de a poco iba cediendo y dejando de lado los sentidos. Recordé aquel momento, en que llena de vida caminaba de vuelta a casa. El día era perfecto, había recibido los elogios del profesor Rencoret, el viejo más brígido del colegio. Desde las sombras, se acercó un hombre robusto, de tez blanca con la ropa trajinada. Pensé que iba a seguir su camino, pero me miraba con cara rara. Me tomó con fuerza y me dijo que no gritara. Traté de hacerlo pero no me salía la voz. Abusó de mí con fuerza, sentí que desgarraba mi piel en cada impulso incontenible. Arremetía con violencia, descargando su ira en mi. Lloré a más no poder de impotencia, sentí la inmundicia en cada rincón del cuerpo. Vomité mil veces y maldije el día en que decidí levantarme. Si me hubiera ido por el otro camino o si hubiera esperado a las demás para ir a la casa de Jacinta. Días después lo encontraron, el peso de la ley caía sobre él. Pero a su vez el peso caía en mi sin tener culpa alguna.
El suero hacía su trabajo, ya no pensaba en nada. Tenia dormido el cuerpo y solo veía parte de la bata verde. El corazón alojado en un rincón que despreciaba volvía a latir con fuerza, en un ritmo semejante al mío. Algo quería decirme y ahora estaba dispuesta a escucharlo. Antes a pesar de hablar con el por largos nueve meses, era un monólogo. Le hablaba y esperaba su respuesta. Quizás en todo este tiempo me dijo algunas cosas, pero sin dudas no estaba en posición de entenderlo.
Vociferé un detente. Era un balbuceo constante. La saliva no la podía controlar. Mordí mi lengua, pero no me importaba. Detente, por favor. Y su corazón seguía latiendo. Deja ya de luchar, te lo pido. No me hagas sufrir más. Pero seguía latiendo a pesar de todo. Estábamos sufriendo los dos. Era una lucha por aferrarse a la vida que jamás pude comprender mejor que en ese instante.
El dolor se hizo presente, la anestesia perdió su efecto, sentí como si me volvieran a invadir, pero ahora con mi consentimiento. El desgarrador grito de desesperación brotó desde el fondo de mi alma y con una fuerza impactante dije no. El hombre de mascarilla blanca se detuvo. Me preguntó si estaba bien. Lo miré a los ojos, que llenos de lágrimas reflejaron el deseo de que esto se acabara. Me preguntó de nuevo si estaba bien. Y le dije que si. Que me dejara tal como estaba. Que me trajera mi ropa y que nunca debí haber estado acá. Sin inmutarse, cerró mis piernas y se retiró junto a su equipo. La misma mujer que me había llamado al principio, me trajo la ropa. Me dijo que me vistiera y que pasara a la sala principal. Así lo hice, tome la ropa, me vestí y deje la sala del terror. Al llegar al cuarto principal, me pidieron que firmara unos papeles que acreditaban que el procedimiento había sido cancelado por mi desición y que no había devolución del dinero.
Estaba feliz, todo había terminado. Elegí vivir por ti. Porque si te hubiera perdido, habría muerto yo también. Ahora te veo correr por el jardín y cuando me dices mamá, mis ojos se llenan de lágrimas al no poder soportar tanto amor y tanto cariño. Elegí vivir, tu por mi y yo por ti.